«Historia de una familia» (Parte 2)

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De inmediato, todas las miradas se clavan en la pintura de la familia que se encuentra sobre la chimenea y que fue realizada como regalo para nuestros padres en su último aniversario, poco antes de que papá muriera. Con un tono lleno de amargura, mamá retoma la palabra y mirando fijamente al retrato, dice -ahora es momento de que conozcan la verdadera historia de los Aguilar Cano -.

Lentamente se acomoda en la silla y sin más, comienza el relato.

Su padre y yo nos conocimos en el verano de 1859 en la Hacienda de mi familia en los altos de Jalisco. Por aquellos días yo contaba con trece años y todavía asistía al convento de la antigua ciudad de Valladolid. Samuel en cambio, ya era todo un hombre de negocios y a sus veintiún años ya se desempeñaba como administrador en “El Olvido”, destilería perteneciente a mi padrino y mejor amigo de su abuelo Don Manuel Iturriaga. El cortejo fue corto y su padre me propuso matrimonio a las pocas semanas de nuestro primer encuentro. Debido a la diferencia de edades, sus abuelos no permitieron que nos casáramos hasta que yo cumpliera los quince años, por lo que tuvimos un compromiso muy largo, pero apropiado para lo que se acostumbraba en aquella época. Durante nuestra relación, su padre se dedicó en cuerpo y alma a ganarse el respeto y la aceptación de mis padres, por lo que trabajó incansablemente para lograr construir un patrimonio digno de una señorita de mi posición. Mientras tanto yo en el convento aprendía los pormenores de cómo ser una buena esposa, entre clases de tejido y de cocina y con su abuela Constanza reforzando lo enseñado los fines de semana y días de asueto, logré convertirme en el modelo de ama de casa perfecta.

En las vísperas de mi cumpleaños número quince, se dispuso todo para nuestro enlace. El vestido fue confeccionado en París por encargo de su padre y fue el detalle que terminó por convencer a papá y a mamá de que Samuel era el candidato perfecto para mí. Al evento se convocó a lo más distinguido de la sociedad jalisciense y como parte del protocolo, se le envió una participación al presidente de la República, el cual era muy allegado a mi padre. La ceremonia se llevó a cabo en la capilla de la Hacienda y como era tradición su abuelo me entrego a Samuel en el altar y con el Ave María de fondo, sellamos nuestra unión. El banquete se realizó en el casco de la antigua casa principal. Se dispusieron cuarenta mesas para los más de cuatrocientos invitados y la decoración corrió a cargo de mi hermana Isabela, la cual había regresado recientemente de Europa y conocía lo último en detalles para una boda al más alto estilo de la realeza. Las mesas se montaron con mantelería de brujas y con centros hechos de alcatraces y veladoras blancas. La loza y los cubiertos pertenecientes a mi bisabuela fueron el detalle que acabaron por hacer de esa boda una de las más elegantes que se puedan recordar en México hasta hoy en día.