Para nuestra luna de miel, decidimos que la ciudad de Pachuca era el lugar perfecto, ya que su padre había comprado una Hacienda en ruinas en el Valle del Mezquital y era necesario gestionar todos los permisos para poder empezar a trabajar las tierras y levantar lo que sería nuestro nuevo hogar. Más adelante su padre en recompensa, me llevaría a París y Madrid como regalo de bodas.
– Nuestros primeros meses de casados vivimos en Actopan, un pueblo ubicado a pocos minutos de la hacienda y el cual se convertiría en la sede del incipiente negocio de la familia. Para cuando estuvieron concluidas las obras, yo me encontraba en el sexto mes de embarazo y con nuestro primogénito en camino, nos mudamos a la recién bautizada “Montecillos”. Corría el año de 1862 y con un futuro prometedor por delante, se empezaba a escribir un nuevo capítulo para la dinastía Aguilar Cano-.
Antes de continuar el relato, mamá hace una breve pausa, y llama a Jacinta para solicitarle más café. Al mismo tiempo y mientras todos aprovechan el descanso para hablar de banalidades, noto como mamá le pasa un papel a Jacinta y susurrándole lo que parecen ser instrucciones muy claras, esta se retira a toda prisa a la cocina. Sé que debe de ser algo muy urgente, ya que a los pocos segundos se oye cómo se azota la puerta de servicio que da a la calle.
De manera muy cortante mamá les pide a mis hermanos y cuñadas toda su atención y sin preámbulo alguno continua con su historia.
-Con el nacimiento de Samuel mi trabajo en la casa se vio afectado por los deberes de madre primeriza. Su abuela no pudo estar conmigo, debido a la enfermedad que la aquejaba y que le impedía hacer viajes largos en carreta. En su lugar mandó a mi tía Lorenza, la cual logró permanecer solo un par de semanas, ya que las condiciones del lugar le resultaron poco favorables. Su padre al ver el desgaste al que me veía sometida, decidió que era momento de contratar a una persona que se hiciera cargo no solo de la casa sino que a su vez sirviera de nodriza para Samuel. Después de un par de anuncios publicados en el diario local de Actopan y una serie de entrevistas fallidas, al fin logramos encontrar a la persona indicada para el puesto. Su nombre era Itzel Cruz y con una excelente carta de recomendación, pronto ella y su hija se integraron a las labores de la Hacienda.
La vida de Itzel había sido todo menos fácil. Provenientes de la costa de Yucatán, ella y su madre llegaron a Pachuca cuando apenas daba sus primeros pasos. Su padre había muerto meses atrás cuando una tarde de verano salió a pescar y su bote jamás regreso a la costa. Sin un centavo en la bolsa y solamente con la poca ropa que tenían, dejaron Mérida y emprendieron el camino hacía lo que sería su nuevo destino. Durante su niñez, Itzel vivió de limosnas y de la buena voluntad de la gente del lugar. Por las noches, se resguardaba del frío en las iglesias que disponían de refugios para gente sin recursos, y fue una de esas noches cuando una enfermedad respiratoria, acabo con la poca vida de su madre. Con apenas doce años, y sin nadie en el mundo, se juró a sí misma, que nunca más volvería a pasar hambre y que trabajaría incansablemente por construir un futuro fuera de la calle y de la miseria-.
Una carcajada interrumpe a mamá y ante su mirada atónita, Natalio se pone de pie y con el sarcasmo y la prepotencia que lo distingue, lanza al aire sin contemplaciones un -“que carajos nos importa la vida de una sirvienta”- y antes de que pueda volver a abrir la boca, mamá se levanta y le propicia una cachetada. Con la mano en la cara y con una indignación palpitante, Natalio se echa para atrás y cae pasmado en su silla. Ante la sorpresa de los presentes, mamá solo se limita a decir –“lo que aquí se está contando tiene un porqué y nadie, absolutamente nadie, va a cuestionarme lo contrario”-. Sin siquiera levantar la cara, todos asienten y con el viento soplando de fondo, regresamos a la historia.